Recechando en las alturas
Aún recuerdo esa tarde de frío en aquel viernes del mes de noviembre donde el celo del macho montés es más acentuado. Atabillados con nuestro equipo habitual, donde mi magnífico 308 no podía faltar, salimos en busca de un macho que días antes tío Juan había visualizado en sus rondas matutinas.
La tarde no acompañaba, los picos más altos se confundían con la densa niebla lo que limitaba bastante la visibilidad. En esta ocasión me acompañaba Pedro, mi inseparable compañero de caza con el que tantos lances he compartido y disfrutado.
Aunque apasionado de la perdiz con reclamo, Pedro era un gran cazador en todas las modalidades, su fortaleza física y templanza lo convertían en un compañero ideal para cualquier práctica cinegética.
Dejamos el coche donde siempre, en la redonda de la mancha; una icónica esplanada donde llega el único camino que asciende entre dos abruptas cadenas montañosas.
-Tenemos mucho aire esta tarde Pedro
-Mal día hemos elegido, habrá que buscar bien
No obstante nuestros deseos y ganas de intentar al menos localizar ese o algún otro macho eran mucho superiores. Continuamos ascendiendo por el valle en busca del collado que unía las dos cadenas montañosas.
Una vez alcanzado y no con poca fatiga tocaba escudriñar los picos más elevados, el cerro de San Lorenzo, el puesto de la nevisca, la subida del barranco de los chaparros… Todos ellos bautizados por nuestros antepasados que sobrevivieron a tantas y tantas fatigas viviendo y cazando en las sierras que a nuestros pies se erguían.
Un fuerte viento nos daba en la cara, era imposible escuchar y mantener los prismáticos fijos era más que un reto a medida que la temperatura de nuestras manos se desplomaba.
-Aquí no se ve nada
-Cambiemos de sitio, vayamos a la majá de la tía Rosa, una explanada que se localiza en la parte alta de la sierra amparada de poniente y fortificada con abruptos parajes al norte y al sur.
De camino hicimos varias paradas, siempre atentos a las hembras y a los tajos donde valientemente los machos se acercan a observar cuando escuchan algún ruido o ven algún movimiento.
Esa no era nuestra tarde, no localizábamos ninguna res y mucho menos el macho del que tío Juan nos había hablado. Tiene los cuernos alirados con una bonita curva, negro en el pecho y las patas delanteras y traseras. – No es el mejor pero seguro que no lo pone fácil, decía tío Juan.
Continuamos nuestra caminata, no quedaban muchas horas y la luz iba desapareciendo al igual que nuestras expectativas de éxito. En ese momento, movidos por algún instinto ancestral, giramos la cabeza de forma simultánea. -Agáchate y no te muevas, dos hembras que estaban echadas sobre las rocas se habían levantado y comenzaban andar en dirección perpendicular a la nuestra cruzándose a unos 80m.
-Van para abajo, hay que asomarse a ese puntalillo, puede que haya algo en el collao de las encinas.
Con el rifle por delante y ambos pegados completamente al suelo comenzamos a deslizarnos hasta alcanzar ese pequeño risco desde el cual había una correcta visión. Aquellos últimos quince metros a rastras fueron bastante duros por lo escarpado del paisaje y la cantidad de rocas que había.
Allí estaban, un grupo de aproximadamente unos 8 ejemplares. Claramente se distinguían dos machos monteses, su cuerna curvada y su actitud típica del celo les hacía insistir constantemente sobre las hembras sin cesar en su actividad ni un solo minuto.
-Tenemos dos machos buenos
-Si pero fíjate en el de la izquierda, tiene mejor grosor, es más negro y algo más largo
No obstante el dicho de «los machos engañan en el monte» no hacía más que rondar nuestra cabeza. ¿Era realmente bueno o había que dejarlo algún año más?
Mirábamos con los prismáticos y fue cuando miré a través del visor cuando realmente pude apreciar la calidad del trofeo usando todos los aumentos.
-Efectivamente, es bueno y es el nuestro.
En ese momento en el que uno decide intentar el lance el corazón late más aún de lo que ya lo hacía. La emoción me desbordaba y las ganas de intentarlo superaban al miedo del fracaso.
-Apunta bien, justo detrás de la paleta. Mantén la respiración y deja que el tiro te sorprenda.
Tras esos consejos básicos me dispuse a efectuar el lance. Completamente tumbado y con una trayectoria hacia abajo apreté con fuerza la culata del 308 sobre mi hombro centrando todos los sentidos de mi cuerpo en el visor y en el gatillo.
A medida que la respiración se hacía cada vez más lenta la concentración en el disparo aumentaba. Dedo en el gatillo, cruceta fija en el codillo y comienzo a acariciar fuertemente el frío gatillo. No soy capaz de sentir el frío, el aire, el cansancio o la sed, el tiempo se para y solo siento la emoción de la caza.
Un estruendo rompe el silencio de la hondonada. Tropel de piedras y pequeña estampida de los animales con una parada a los pocos metros. Tras el sonido me digo a mi mismo que ha sido un buen disparo. De forma automática miro por encima del visor y veo al macho sin moverse. Sentado sobre sus patas traseras con la vista hacia levante.
Introduzco una nueva bala en la recámara con un rápido cerrojazo y culmino el lance abatiendo al precioso macho. Acto seguido la emoción nos invade, Pedro y yo nos fundimos en un fuerte abrazo y solo queremos ir en busca del animal.
Cuando llegamos a sus pies solo podemos hablar de la belleza del animal y del lance acontecido. Un nuevo abrazo nos une firmando así un recuerdo que siempre perdurará en nosotros y que volveremos a revivir cada vez que pensemos en nuestras jornadas recechando en las alturas.