Desmogue de rosetas
Desmogue, luchaderas, contraluchaderas y puntas, un sin fin de nombres que componen un conjunto. Elementos engarzados tintados de sangre y sabia, secados al sol e impregnados de bravos sonidos.
Es difícil narrar las sensaciones que experimenta un sujeto al cuadrar, enfilar y disparar contra una de estas criaturas dignas de la más ilustre realeza.
Símbolo de reyes, obsesión de dinastías, profesión de aguerridos cuerpos y apaciguadores de hambre son y han sido elementos que la naturaleza creó para que no pasaran desapercibidos.
La pasión venatoria es una enfermedad que arrastro desde que tengo uso de razón, no hay cura posible ni remedio que apacigüe esta afección. Éste patógeno es algo que se encuentra en mi sistema linfático y si existiese remedio que me lo extirpase dirigiría mi mirada hacia otro lado.
Sabedor de esta decisión no creo que exista mejor acción ni elección que disfrutar de una afición que hace madurar a la vez que te hace disponer de una autodeterminación difícil en muchos casos de imaginar.
La repulsa de quienes no comparten de esta pasión me hace al mismo tiempo disfrutar más de cada vivencia y por ello deja, que te adentre en el asunto que nos ocupa.
Estaba describiendo la figura de ese venado que huidizo quiebra la trocha sin abandonar la senda y arquea el cuerpo sin desgajar las maltrechas ramas.
Ese venado que año tras año resiste el viento, el agua, la nieve y el sol sobre su pelaje para reponerse de sus flaquezas encumbrándose de gloria en la siguiente temporada. Por todo ese esfuerzo creo que no existe venado fácil de matar, sino venado inexperto fácil de perdonar.
La berrea; época en la cual estos rumiantes bajan la guardia, enardecidos por el poder de sus hormonas sienten como máxima prioridad demostrar su grandeza y majestuosidad descuidando su vida. Al escuchar el potente bramido en un ocaso o un alba sientes como el corazón se te encoje y sientes como un sudor muy frío te recorre toda la espalda. En ese momento y tras esa sensación hay que ponerse en marcha.
La brama es un espectáculo magistral, un acontecimiento sonoro y visual francamente impresionante, pero no existe mejor sensación que poder “entrarle” a un ciervo con el aire de cara.
Para no demorarme en acontecimientos me encuentro apostado tras un peñón envuelto en un sin fin de sierras, y en medio de todas estas un apretón de monte del que exhalan, igual que brisas, roncas ondas.
Venados a un lado y a otro ninguno a la vista berridos próximos pero no existe un resultado aparente. En un instante alzo la vista sobrepasando mi apostadero pudiendo contemplar como un grupo de ciervas encamina la marcha, vienen en dirección perfecta hacia mi posición, sólo hay que esperar.
Es entonces en esos compases de espera, que bien simbolizan la duración de una redonda en el campo musical, en el que un cambio de aire chivato e indiscreto llega a la fina pituitaria de estas altivas pepas que engalladas y deshonestas giran su careo otorgando un adiós que no permitirá terminar la cacería.
Quizás con la sonrisa aún dibujada por lo acontecido, encamino mis pasos hacia otro saliente y una vez allí me encaramo en el roquedo para dar vistas a otra vaguada así en un número indeterminado de veces que a la vez que infructuosas me permiten ir desgranando la información que el paraje me otorga.
Aquí sestean, por aquí pasan, aquí duermen las perdices todas ellas, hipótesis que yo mismo me cuento para ratificarme y quizás vanagloriar mi conocimiento no contrastado. En una de esas asomadas se perfila en la cornisa de un quebrado un hermoso ciervo que muestra aún signos evidentes de celo.
Es ahora cuando lo andado se vuelve lección para poder sin pereza ni desgana acometer una entrada a la cual le auguro buenos pronósticos. Voy avanzando con sumo cuidado, me deslizo despacio perfilando las sombras de las múltiples encinas que dibujan el paisaje y es ahora una vez rebasados los doscientos metros cuando me propongo ganar un poco más de distancia fijando objetivos muy próximos.
Hasta esa mata me digo, una vez en ella me ratifico en mi intención y busco un nuevo emplazamiento hasta que por fin descuelgo la mochila y dejo el pesado sabatti sobre la oquedad que dibuja la cincha con respecto a la solapa.
Encaro el arma deslizando la cruz hasta la paleta de tan majestuoso animal. Con suavidad voy oprimiendo el gatillo para dejar que la detonación me sorprenda y es ahora, una vez realizado el disparo, el instante en el que veo al animal salir despavorido perdiéndose en la lontananza del mar de jaras que lo protegen a la vez que lo acogen.
Errado pienso aunque ratifico mi buena posición a la hora de efectuar el disparo. Es entonces el momento en el que las dudas me abrazan e intento disimularlas acercándome al lugar del impacto. Oteo el suelo y la hierba buscando señales del impacto, no veo nada pero en un detalle en un ápice de una jara veo el destello sanguinolento que tanto ansiaba descubrir.
En ese momento prosigo la estela deforestada del animal y transcurridos unos centenares de metros contemplo la última punta de su cuerna asimilada en los rectos brotes de las jaras.